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Zambullida en mi insatisfacción


Nos reunimos a celebrar un cumpleaños en un bonito restaurante, lugar desconocido para todos. Platos pedidos con antelación en el momento de la reserva, hecha el día anterior. Cada uno, lista en mano, había decidido cuál iba a ser su almuerzo. Luego, horas de más para saborear mentalmente ese plato elegido, imaginártelo, colocarle cantidades, infinidad de detalles... El precio, un poco más alto de lo habitual, te genera una imagen mental de mayor cantidad. Y llega el momento: los platos en la mesa, con cambios no consentidos previamente por los comensales, caras de desconcierto, algunos chistes en el medio. Comimos, y al finalizar hicimos el recuento del menú: conclusión, la mayoría insatisfechos. Sin embargo, la comida estaba sabrosa. ¿Por qué tanta insatisfacción? El más callado responde: la clave para haber disfrutado el almuerzo era venir con expectativas bajas… no, en realidad, era venir sin expectativas.


¿Por qué tan poco disfrute? Llego a la conclusión de que mis expectativas me sabotean, me hacen crear imágenes mentales con características irreales, que alguna vez soñé, o vi en películas, me contaron que sucedieron o vi que le sucedieron a otro. Y eso nubla mi capacidad de disfrute, de asombro ante lo simple, lo pequeño, lo cotidiano.

Es que ese asombro ante lo cotidiano alguna vez existió en mí. Lo veo en mi pequeña hija: un año y medio de puro asombro y disfrute. De repente la ves señalando algo, y piensas que vio quizás un gran pájaro o una colorida mariposa; cuando lográs enfocar, era un simple mosquito, el más pequeño e insignificante ser, y ella, asombrada por su color, su vuelo, su recorrido, su zumbido, su simple presencia, lo disfruta hasta su fugaz retirada.

Me doy cuenta de que se me escapan detalles, baso mis expectativas diarias en esos pájaros coloridos, mientras que las enseñanzas de un pequeño mosquito pasan desapercibidas.



Entonces me propongo estudiar esas expectativas, ¿de dónde vienen? ¿por qué están ahí? No lo sé. Creo que son parte de mi ego, que pretende tener todo bajo control, cada experiencia, cada decisión. Cuando estoy más dominada por la emoción, ese ego se convierte en un gran gigante. Quiero explicarlo un poco más: en momentos de inestabilidad emocional, mi ego pretende ser el capataz de cada minuto de mi vida, y que los otros hagan lo que yo deseo, como lo deseo y cuando lo desee, para sentir que tengo el control de algo.


¡Qué momento! Darte cuenta de que es tu ego el que intenta tener el control. Entro en la vorágine de querer deshacerme de él. Pero no puedo, se ha ido forjando a lo largo de mi vida, a través de experiencias vividas. Es una parte de mí. Después de mucho divagar, se abre una posibilidad: reencauzarlo hacia la no dualidad. Como un río, que por la intervención humana se desvió y se dividió, y hoy vuelve a su lugar original. Dejar de clasificar las cosas en bueno o malo, alto o bajo, y verlo como un todo, con sus matices, con sus curvas. Empiezo a sentir placer con esas curvas, que se hallan en lo cotidiano. Y me veo a mí misma, sentada frente a mi hija, disfrutando de nuevo con el vuelo del insecto.

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